lunes, 26 de noviembre de 2007

La Samba agridulce y los viaje (Capítulo 1)


1. De las líneas paralelas


Fue en una noche rara en algún pub o bar de mala muerte, en donde se me ocurrió recordar mediante mis palabras lo que había sucedido hasta entonces. Estaba borracho y, para volver en mi, hice un esfuerzo más para poder alzar la vista hacia un haz de luz proveniente de un foco que apuntaba en diagonal hacia la pista de baile.

Se oían canciones pegajosas, se veían amoríos por todos lados. También algún que otro borracho en extremo y algunas chicas complacientes. Bueno, de por si, esa sería la gran temática de nuestra historia. Digo nuestra porque nos involucra. Un gran grupo de amigos sin coherencia y con ganas de hacer extremas todas nuestras acciones, ya sea en la pista o en una situación cualquiera, donde lo único que resta es divertirse hasta el cansancio. Y, desde luego, hemos sacado provecho de todos aquellos momentos.


Decía que las chicas complacientes serían la gran temática de nuestra historia y, si bien es lo que más gracia y melancolía me da, no queda lugar a dudas de que es una parte importante de todo lo que nos había sucedido hasta entonces. Nos hemos inmiscuido, uno por uno, en diferentes redes amorosas que, a veces, llegaban a rozarse y nos perjudicaban. Sin embargo, lo más importante en estos casos no es lo que nos hace sino lo que nos dice. Y entonces, decido poner al fuego todos mis sentimientos y emociones con tal de que la historia sea la beneficiada.


Y yo seguía allí, en mi pequeño rincón sombrío, alejado de todo el vértigo y la luminosidad de la pista, donde el goce era eterno y parecía no tener un fin cercano, algo que lo acabara de una vez por todas. Mucha gente se me acercaba a preguntarme sobre mi estado físico y mental. Sostuve firmemente que me dejaran en paz, que no había forma de que me pasara algo. Sin embargo, desde mi interior sentía un leve desagrado por lo que había acabado de decir que, más que nada, era para quedar bien con los demás y no preocuparlos por mi estúpida borrachera.


Así y todo, seguí con mi idea firme de escribir este texto que encerraría todas nuestras vivencias, desde el año dos mil dos hasta el dos mil cuatro, trascendiendo el nuevo siglo y las nuevas sensaciones. A pesar de mi agobiante embriaguez, seguía manteniendo que esto sería una gran idea, una clave para poder dar el primer paso que desencadenaría, en forma de estampida, el gran éxito de mis obras literarias. Obviamente que, más allá de que sentía con firmeza de que estaba escribiendo mi primera novela. Una micro novela, si, como a mi me gusta llamarla. Porque si bien es cierto que podría escribir mucho, también es cierto que me conformo con poco y que soy amante de lo breve. Es decir, mis cuentos.


Amén de todo esto que acabo de decir, sentía algún resquemor por contar toda la memoria de nuestro grupo en algo para leer, algo para los extranjeros a la historia, para los lectores. Y si bien lo medité una y otra vez, pude entender que podía tergiversar algunas cuestiones y que todo cambiaría finalmente, ya que no valía la pena poner en tela de juicio nuestras actitudes, sino lo que se lee. No necesito hacer algo así como un “basado en un hecho real” para ser feliz y ser exitoso, no es necesario. La clave está en la historia, y si se requiere cambiar todo el elenco, modificar ciertas cosas para que queden bien y matar a algunos otros personajes, bienvenido sea. Y, si bien comenzaba diciendo que todo sería “nuestra historia”, la verdad que ahora me apasiona la idea de que dentro del mismo cuadro, el mismo contexto y las mismas ideas, se cambie todo un poco -o mucho, depende de la circunstancia-, para que quede como novela de ficción bien. Al fin y al cabo, nadie hizo un retrato fiel de todo lo que vivió en ninguna de sus novelas. Tampoco un pintor. Porque es un hecho que Van Gogh no tenía esos colores en su piel y que Picasso no veía formas angulosas por todos lados. Es la realidad que pensamos la que voy a contar, la realidad que nos gusta, no la realidad que todos suponemos ver.


Sin embargo, nadie -ni yo- sabía que, tras esa noche, algo nos cambiaría para siempre y nos llevaría a otros lugares.



The Strokes - Is this it (2001)

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Trailer de "The adventures of Sebastian Cole" (1998), de Tod Willams








martes, 20 de noviembre de 2007

Blood on the Tracks

Tarde y calle húmeda, ciudad húmeda. El asfalto suda agua y todo se vuelve un pasaje muy líquido. El coche patrullero de turno penetraba en el pueblo y el conductor veía como se volvían difusos los horizontes y los semáforos. A duras penas y con una fiebre que corroía toda su frente hasta llegar hasta los huesos, el sujeto llegó al destino, al centro del delito. Un robo en un supermercado, resultó ser. Al hombre lo esperaba otro vehículo, en donde se alojaba una mujer policía de unos cuarenta años aproximadamente, que se le acercó y se le acurrucó como un gato a su lado...

Evidentemente, la historia entre ellos comenzó hace mucho tiempo atrás, cuando se conocieron en la comisaría de la ciudad. Ella venía de un pueblo muy pequeño, del interior. El ya se había establecido como el jefe de la departamental y tenía a su cargo a todo el personal. De a poco comenzó una atracción especial entre ellos dos, a pesar de que nunca llegaran a concretar. De hecho, la única vez que estuvieron fue tras ese encuentro en donde, tras las puertas del supermercado, tres delincuentes atrincherados esperaban el pago de una suculenta suma antes de darse a fugar.

El operativo finalizó con éxito y los ladrones terminaron dentro del patrullero, suspirando por la oportunidad que se les había esfumado. Antes de subir al auto, la imagen, dentro del aire viscoso y pesadísimo que corría por entre las angostas calles, era digna de una película romántica, de esas de antaño, en donde el hombre y la mujer, escondidos tras alguna columna, se descubrían uno a otro, en plan de seducción. Sin embargo, se sabe que esos lugares no son los más indicados, tal es así que acordaron una cita para dar fin a los vaivenes entre los que se encontraban, ya que nunca podían llegar a eso a lo que todos pretenden.

Resultó ser a las diez de la noche, en la casa de ella, quien vivía sola y alejada de todos los ruidos de la ciudad. El policía, tras prepararse en su casa, tomó su abrigo y se dirigió a su auto. Dio un giro y vio en la luneta un par de casettes de Bob Dylan, Neil Young, Crosby, Stills y Nash y algo de James Taylor. Eligió Blood on the Tracks en lo que resultó una decisión muy espontánea: el deseo era más que nada en ese momento. Aceleró su Ford Mustang a fondo y se dirigió sin titubeos a la casa de su amante.

Ella, en cambio, no sabía que hacer para mitigar la espera de lo que sería una noche eterna, un sueño infinito. Tomó un vaso de vodka con hielo, prendió la televisión y no encontró nada, se recostó y miró al techo. No había nada que hacer para acelerar todo el tiempo en el que su necesidad se impacientaba. Recordó que, un día, en la comisaría, el jefe había olvidado su pistola y ella, casi sin dudarlo, la tomó prestada, a modo de recuerdo por si jamás lo volvía a ver. Abrió la cajonera de la mesita de luz y tomó la Magnum. La miró varias veces, tratando de ver en ella a su hombre. Tomó el arma y, poseída por la emoción de volver a verlo, trató de imaginarlo y de imaginar su miembro viril, su pene, introducirse dentro de su vagina, su intimidad más cavernosa, estrecha y húmeda. La situación le recordó a la tarde de ese día, en donde Comenzó por unos movimientos sutiles, apuntando el arma hacia el clítoris, cada vez con más vehemencia y velocidad, llegando al punto de un salvajismo extremo. Los gritos eran locos, impertinentes y desubicados dentro del cono del silencio que rondaba en las afueras. En lo máximo del éxtasis, creyendo que la pistola iba a ser como el pene que implotaba dentro de toda la feminidad de ella en forma de semen, la mujer susurró el nombre de su amado. Y al momento de llegar al tan ansiado orgasmo, la percusión del arma, que se deslizó por entre los costados de la cama, volvió a silenciar todo el ambiente.

Diez minutos después llegó el Jefe, dispuesto a todo, o a casi todo. Apagó el stéreo, acalló al motor y descendió del coche. La noche profesaba algo más que misterio, y creaba un clima muy intimista que el policía suponía recrear dentro de la habitación. Abrió la puerta del todo –estaba semi abierta ya- y se dirigió al pasillo que lindaba con el living-room. El silencio lo intranquilizaba más y más y lo envolvía en una tensión más que preocupante. Al dirigirse a la habitación, se encontró con la mujer, envuelta en sangre entre las sábanas. Río, hizo una alusión a su menstruación, dio media vuelta, se dirigió al baño y se preparó. Se bajó los pantalones y se calzó el condón de mala marca en su obelisco personal, deslizándolo como si se tratara de una media en un pie. Desnudo, se acostó al lado de la mujer y empezó a fornicar como si nada. Le sorprendía extrañamente que ella no hablara.

Al final del acto sexual, cuando acabó, se acostó, miró como preocupado al cielorraso de la habitación y comenzó a pararse lentamente, preocupado, como si algo hubiera salido mal. Iba a ir al baño, envuelto en sus dudas y cavilaciones, cuando, de repente, observó, al costado del lecho de muerte, su pistola. Recordó el disco de Bob Dylan, tomó el arma, la botella de vodka de la mesita de luz y se marchó hacia su auto.

El asfalto ahora chorreaba sangre y todo se vuelve a convertir en un pasaje muy líquido.


Bob Dylan - Blood on the tracks

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Bob Dylan - Simple Twist of Fate (10 de septimebre de 1975), en "The World of John Hammond".






miércoles, 14 de noviembre de 2007

The American Way Of Life.


Estaba haciendo unos riñoncitos a la parrilla, tenía ganas de gastar el día. Resultó ser una mañana oscura, llena de nubes negras y con una lluvia impertinente aproximándose. No obstante, dentro del chalet, no caería ni una sola gota. Me encontré mirando a mi alrededor todo lo que había conseguido con tanto esmero, junto con Jerrica, mi esposa.

Me detuve a pensar porqué ella nunca me supo decir de qué trabajaba, parecía algo muy secreto y privado. Eso me hacía sentir como un individuo más dentro de una especie de oscurantismo propio del medioevo. Se supone que en una pareja no hay secretos. Fue entonces cuando recibí el llamado de Richard. Se lo notaba preocupado, con un tono de voz ajeno a lo que de él era común esperarse.

En teoría, Richard estaría en mi casa a las 13 PM, y recién entonces comenzaríamos a degustar los sabrosos riñoncitos.

-Bill, no tengo tiempo de decirte todo lo que me ha sucedido, no me lo creerías nunca.
-Ok. De cualquier manera, se que querrías contármelo.
-Si, pero no tengo tiempo y mi situación es apremiante. Dentro de una hora estaré en tu chalet y podremos conversar acerca del tema.
-Ok.

Para mitigar el tiempo, bebí un poco de ponche, al mismo tiempo en que prendía la tv. Las comedias de hoy me parecen algo insulsas y traté de encontrar alguna señal que diera alguna serie más tradicional, como “Different Strokes” o “Mr. Belvedere”. Me cansé de oprimir los botones del control remoto y retorné a la parrilla, donde los riñoncitos lucían un color singular, digno de las carnes asadas.

Sonó el timbre y supe entonces que Richard había llegado. No esperaba, sin embargo, que, al abrir la puerta, me encontraría con un sujeto asustado, sucio de sangre y vencido por el miedo. Atiné, enseguida, a preguntarle el porqué de ese estado deplorable en que se encontraba.

-Bill, he tenido un grave accidente. Por suerte, no he sufrido lesiones, pero estoy muy preocupado.

Lo calmé y le serví un vaso de ponche. Me contó que chocó con su auto contra un tren o algo similar, y que, lamentablemente para él, había muchos heridos y varios muertos.

Dispuse en el centro de la mesa los riñoncitos acompañados por una grotesca ensalada de tomates y lechuga. El vino acompañaba el sabor de la carne y, de a poco, Richard fue relajándose. Volvieron su risa habitual y sus mohines decadentes que yo recordaba de mi infancia. Solos, volviendo a ser los mismos de siempre, disfrutábamos un momento solaz.

Jerrica odiaba a Richard por su estúpida forma de ser y casi siempre inventaba una excusa barata para no invitarlo a casa. Era sábado y, como ella trabajaba, aproveché e invité a mi amigo a almorzar. No quería perder esta relación por culpa de una mujer. Pero tampoco podía negar que Jerrica era mi verdadero amor y que tenía razón respecto a Richard.

Durante la sobremesa me surgieron inmensas ganas de retirarme al baño. Le dije a Richard que se sienta como en su casa, que yo retornaría a la mesa en cuestión de minutos.

Al subir las escaleras, escuchaba el vago sonido de la tv, que anunciaba un impactante accidente en la ciudad. Antes de dirigirme al baño, me quedé viendo la noticia. Mientras me sentaba en la cama de la habitación, leía el título: “Violento choque entre un auto y un trencito de la alegría”. Supuse, entonces, que se trataba del accidente de mi amigo.

Cuando intenté llamarlo para que viera la noticia, me asaltó un temor espantoso que me impidió emitir sonido alguno. Dentro de un disfraz de conejito vislumbré a Jerrica de entre el montón, derramada su sangre en el asfalto y rodeada de un impresionante circo de periodistas, policías y enfermeros. Deslicé entonces la mirada hacia el placard del dormitorio, sin saber que diablos hacer allí. Un pompón se inmiscuía entre las compuertas, como un copo de nieve en el infierno.

Cuando subió Richard, preocupado por mi tardanza, era demasiado tarde. Después del segundo disparo, comprendí que, como él, Jerrica también tenía esa peculiar característica de cometer actos burdos y desprolijos frente a mi. Y también me di cuenta de que yo había cometido el mismo error estúpido al tomar esa pistola y terminar de cerrar el final del agradable almuerzo.

Los riñoncitos aún crepitaban en la parrilla, bajo el rojo ocaso de la tarde.



David Bowie - Young Americans

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David Bowie - Young Americans (The Dick Cavett Show, New York, 1974)